Según La Vanguardia Felipe González manifestó su disposición a reconocer la nación catalana en la Constitución. Preguntado sobre el asunto el ex presidente contestó que no había dicho tal cosa y que ni siquiera había sido preguntado por ello. Por su parte el periodista Enric Juliana, autor de la entrevista, afirmó que en realidad de lo que habían hablado es de la identidad catalana, que para él es lo mismo que nación catalana. Otros recuerdan que el artículo 1 de la Constitución habla de la soberanía nacional, que reside en el pueblo español, y el artículo 2 de la autonomía de nacionalidades y regiones. ¿De qué estamos hablando? ¿Es posible que estemos manteniendo conversaciones paralelas, usando un mismo término con distintos significados?
Parece ser que sí. El escritor, profesor y político canadiense Michael Ignatieff distingue entre ‘nacionalismo étnico’ y ‘nacionalismo cívico’:
«Según el nacionalismo cívico lo que mantiene unida una sociedad no son unas raíces comunes sino la ley. Al suscribir un conjunto de procedimientos y valores democráticos los individuos pueden combinar el derecho a vivir sus propias vidas con la necesidad de pertenecer a una comunidad. Esto, a su vez, asume que la pertenencia a una nación puede ser en cierto modo un vínculo racional.
El nacionalismo étnico, en cambio, defiende que los vínculos más profundos del individuo son heredados, no elegidos. Es la comunidad nacional la que define al individuo, no los individuos los que definen la comunidad nacional». [1]
La terminología es, tal vez, poco afortunada, pero si sustituimos ‘nacionalismo cívico’ – que realmente es una contradicción en término – por ‘ciudadanía’ tendremos una visión más clara del asunto.
El nacionalismo habla el lenguaje de las emociones, frecuentemente las menos recomendables. Su objetivo político es marcar diferencias entre su comunidad ideal y aquellos que quedarán fuera, y para esta delimitación nacional utiliza distintos criterios – la raza, la etnia, la lengua, la cultura, el karma, lo que sea – que no sólo suelen ser irrelevantes o imaginarios, sino perfectamente intercambiables. En todo caso, frente a esta nación imaginada todo acaba subordinado, incluidos los derechos y libertades individuales.
Por el contrario la visión política basada en la ciudadanía apela a la razón, y pretende que el respeto a la ley – frente a la que todos las personas son iguales – y la existencia de instituciones inclusivas sirvan para crear comunidades en la que los conflictos se minimicen y los intereses de los diferentes se vean representados.
Desde este punto de vista debe quedar claro que la ciudadanía no es una categoría más del nacionalismo – no es un ‘nacionalismo cívico’ como dice Ignatieff`- sino algo opuesto a él. Y podemos también entender la confusión actual ocasionada por los distintos usos en juego del término nación. La nación del artículo 1 de la Constitución es un concepto cívico; la del artículo 2 es, me temo, una concesión al nacionalismo. Atendiendo al sentido cívico, la nación catalana sería incompatible con la soberanía que reside en todos los españoles. Y si se atiende al sentido nacionalista, resultaría tan pintoresco incluir a la nación catalana en la Constitución como una mención a los duendes o los unicornios.
[1] M. Ignatieff: Sangre y pertenencia: viajes al nuevo nacionalismo 1994.