Decía Orwell que el nacionalismo es el hábito de asumir que los seres humanos pueden ser clasificados como insectos, para a continuación etiquetarlos como mejores (nosotros) y peores (ellos). Obviamente sin esta segunda pretensión, la de diferenciarse por encima de los otros, el nacionalismo carecería de sentido, pues difícilmente alguien reclamaría la diferencia si entendiera que ésta le resulta desfavorable. En cualquier caso, tras establecer que el mundo está naturalmente dividido en naciones, el nacionalista reclama para cada una de ellas un estado. Únicamente le queda, por tanto, encontrar un criterio adecuado para delimitarlas y poder dejar así el planeta como un jardín limpio, bien ordenado en parterres uniformes del que se habrán extirpado las malas hierbas –las alóctonas, podríamos decir–.
Obviamente, siempre se ha intentado dar al criterio de pertenencia escogido una apariencia científica, pero su elección ha estado sometida a los vaivenes de la moda. Por ejemplo, en la Conferencia de Paz de París de 1919 los serbios optaron por el folklore y propusieron extender sus fronteras hasta donde se escuchara con agrado el pjesme, una especie de balada épica: “El pjesme puede, por tanto legítimamente considerarse la medida y el índice de una nacionalidad cuya fibra ha conmovido. Hacer coincidir el territorio serbio con la extensión regional del pjesme implica definir el área nacional serbia”. El criterio folklórico se consideró poco serio incluso para los estándares nacionalistas, pero nunca se ha abandonado del todo –en el currículum del antiguo conseller de ERC Joan Lladó figuraba su perseverancia en la introducción de castellers en Baleares–.
Durante un tiempo la raza se consideró un criterio con el suficiente empaque científico, pero tras provocar millones de muertos quedó un tanto desprestigiado. La etnia, concepto más conveniente por su mayor ambigüedad, intentó sustituirlo, pero pronto hubo que rendirse a la evidencia y volver a un camino que ya había abierto Herder en el siglo XVIII: la lengua como criterio de delimitación nacional. Es obvio que resulta muy recomendable, porque no sólo se detecta a primer oído, sino que permite la siembra en los territorios adyacentes. Así, con un poco de paciencia –y mucho dinero– una nación puede seguir expandiéndose hasta la Antártida, y luego ya se adornará todo con folklore y razones históricas.
Ahora nuestros nacionalistas enarbolan un nuevo criterio de pertenencia, el de «nación cultural y lingüística, pero no necesariamente desde un Estado único». Lo ha usado el portavoz de Més en respuesta a la propuesta del conseller catalán Germá Gordó de proporcionar nacionalidad catalana a baleares, valencianos y aragoneses. Pero poco importa el criterio escogido, puesto que todos ellos son intercambiables. Al final, como dice el historiador Elie Kedourie, lo único sólido y real de los nacionalistas es «aferrarse a lo que los diferencia de los demás, sean estas diferencias reales o imaginarias, importantes o no, y hacer de ellas su primer principio político». No es un gran principio para la convivencia democrática, desde luego.
Fernando Navarro es el cabeza de lista de Ciudadanos (C’s) Baleares a las elecciones generales.
Este artículo se publicó en el diario El Mundo / El Día de Baleares el día 28 de agosto de 2015